La muerte de una cuentacuentos

 

por Enrique Páez (España)

Se llamaba María del Mar Ameijeiras Sánchez, aunque en casi ningún periódico cita su nombre. Murió anteayer, 30 de octubre de 2010. Yo lo supe a través de Ipe Ibarlucea, otra cuentacuentos que se hizo eco de la noticia. Su muerte parece una muerte colateral del viento en Galicia, un accidente laboral de una cuentacuentos que decoraba el interior de una carpa donde después debía actuar. Que no tenga nombre, sino simplemente sexo (mujer), edad (39 años), procedencia (Vigo), empresa para la que trabajaba (Barafunda), y oficio (cuentacuentos), tiene cierta lógica insensible. A fin de cuentas quien se dedica al oficio de cuentacuentos con frecuencia desaparece detrás de su oficio y de los cuentos que cuenta. No importa quién cuenta, sino qué cuenta. A eso se le llama invisibilidad. No conozco los rasgos de la cara de María del Mar, no hay fotos. No sé cómo eran sus ojos, ni su sonrisa, ni si tenía marido, hijos, hermanos, padres-- Nunca la oí contar. Nunca la oí nombrar. Solo sé que contaba cuentos, y que no pudo realizar su última función.

El ayuntamiento de Marín, lugar del accidente, no contrató a María del Mar Ameijeiras Sánchez, sino a una compañía (Barafunda), que a su vez subcontrató a María del Mar. No tengo la más remota idea de cuáles eran las condiciones de contratación, ni si María del Mar pertenecía a Barafunda mucho más allá de ese contrato. Me da igual. No viene al caso. Hubiese muerto igual si fuera la mujer del jefe, la novia del hijo, la dueña de la empresa o una empleada puntual. El viento sopla, tumba la carpa, hace volar los soportes de hierro, golpea en el pecho a María del Mar, la lanza a cinco metros de altura, la estrella contra unas verjas de baloncesto, la deja caer desde esa altura, y la mata. Así de simple: un golpe de viento. Así de frágil es el cuerpo humano. Así de inconscientes son los técnicos del Ayuntamiento que permitieron levantar una carpa con alerta naranja de viento en Galicia.

Lo que me llama la atención, sospecha que ya tenía desde hacía tiempo, es que el nombre es ignorado en casi todos los informativos. No existe. Parece que no importa. Es otro muerto, sin más, y como mucho se ofrecen unos datos para las estadísticas: mujer, 39 años, de Vigo, cuentacuentos.

A nadie debía de extrañarle. A fin de cuentas los cuentacuentos siguen perteneciendo a la vieja estirpe de los titiriteros, feriantes y tramoyistas que van de pueblo en pueblo, de fiesta en fiesta. Esta era la celebración del Samaín en la localidad pontevedresa de Marín, festejo celta , paralelo al Halloween en Galicia. Los cuentacuentos feriantes son una tradición antigua y universal. En Canadá y Alaska los llaman -- storm fool -- (locos de la tormenta), porque se les espera durante las borrascas, son los únicos que consiguen establecer contacto y mantener los lazos culturales y de comunicación en las comunidades de habitantes dispersos, pobladores totalmente aislados durante el invierno, cerca ya de los casquetes polares. En Japón eran los kamishibai que en bicicleta recorrían los poblados dispersos desde el siglo IX hasta mediados del siglo XX. Se dice que hubo más de 50.000 cuentacuentos kamishibais entre 1930 y 1950, la edad de oro del gaito kamishibai. En 1950 llegó la televisión, el denki kamishibai , o --kamishibai eléctrico--, y las bicicletas con el teatro de papel se redujeron hasta casi desaparecer. La televisión fue la guadaña del cuentacuentos.

Hace dos meses, en la reunión de los coordinadores de la Red Internacional de Cuentacuentos en Brasil, la coordinadora de la India, Geeta Ramanujam, nos decía que eso mismo estaba sucediendo ahora en la India: las madres y los abuelos prefieren dejar a los niños frente al televisor, el kamishibai eléctrico, en lugar de seguir contando cuentos. No está tan claro que los niños también lo prefieran, pero así son las cosas en el siglo XXI, da lo mismo que hablemos de India, Japón, México o Francia.

Algunos cuentacuentos, no sin razón, se resisten a ese destino: el de la invisibilidad, la marginalidad, el desamparo, el anonimato y la muerte sin reconocimiento. Los cuentacuentos, a fin de cuentas, también comparten los mismos sueños de los actores, músicos, bailarines y tantos otros habitantes de la escena: un nombre, un caché, un reconocimiento social-- Los cuentacuentos tienen por oficio subirse a escenarios, o transformar rincones de parques y bibliotecas en escenarios transitorios y urgentes, para contar historias propias y ajenas a cambio de aplausos y una soldada que les permita pagar el alquiler y hacer la compra una vez a la semana. Tienen un amor incondicional por la escena y las bambalinas, y poseen la versatilidad suficiente como para ser capaces de transformar casi cualquier espacio en un lugar de cuento. Que sean capaces de trabajar en esas condiciones no significa que les guste: tontos no son. Prefieren un teatro a un gimnasio; una biblioteca a una carpa de feria, una capilla a un comedor escolar. Conocen las reglas de su oficio, y el hecho de que sean animales escénicos todoterreno no significa que no tengan preferencias acerca del espacio y del público.

María del Mar Ameijeiras Sánchez estaba decorando la carpa por dentro cuando murió, asesinada por las bambalinas. Muerte en acto de servicio. Estaba en el ejercicio de habitar lo inhabitable. Antes de contar conviene amueblar el espacio, hacerlo más acogedor, más entrañable, más creíble, más apto para el mundo de los cuentos. La decoración del espacio es importante: también nosotros decoramos nuestras casas para hacerlas más acogedoras. Se sabe que en algunos barracones de los campos de exterminio nazis se contaban cuentos, pero eso no significa que esas sean las mejores condiciones para la recepción de cuentos. Se sabe que en aquellos barracones en los que había un cuentacuentos que contaba historias a sus compañeros, la supervivencia fue mayor. Los cuentos lograron que la esperanza, los sueños y las ganas de vivir se mantuvieran más allá de los planes de exterminio. Los cuentacuentos también funcionan como medicina, como salvoconducto, como esperanza de vida. Es un oficio sanador en muchos aspectos.

Yo escribo y publico libros infantiles desde hace más de 20 años. Es mi oficio. Soy escritor, y la mayor parte de mi producción y de mis derechos de autor provienen de esa especialidad: la Literatura Infantil y Juvenil (LIJ). Medio millón de libros vendidos me permiten vivir de los derechos de autor, así que sé lo que hablo. Y llevo años, muchos años, escuchando la misma queja constante en buena parte de los escritores de LIJ: la invisibilidad de su oficio. El ninguneo de la crítica. La inexistencia en la prensa. El desprecio de sus compañeros de oficio (los de la literatura de adultos). Y tienen razón: Por un lado parece que muchos identifican al creador con su público, por lo que le adjudican a los autores de LIJ la misma consideración y capacidad mental que a los niños: o sea, que los autores de LIJ son de inteligencia escasa, blandengues, en proceso de formación, generadores de subproductos pseudoliterarios cuya función no pasa de ser educativa y formadora antes que estética y literaria. Por otro lado, los niños leen historias, no autores (en gran medida, aunque con excepciones). Los niños no siguen a los autores, sino a los personajes y a los géneros. Los hay, claro que sí, lectores voraces de Laura Gallego o de Jordi Sierra i Fabra, pero son la excepción. A la mayoría les gusta Manolito Gafotas (no Elvira Lindo), y Harry Potter (no J. K. Rowling ).

A los cuentacuentos les pasa lo mismo. Al margen de las denominaciones (depende de los países, se hacen llamar cuentacuentos, contadores, narradores, cuenteros, cuentistas, juglares, kamishibais, griots y hasta etnopoetas), lo que sí es común es la inexistencia y el anonimato para casi todos, menos para los miembros de su mismo oficio, claro está. Le pasa lo mismo que a los titiriteros. No hay cuentacuentos poderosos, ni millonarios, ni mediáticos. Son nadies que trabajan a favor del cuento, la animación a la lectura, la propagación de la tradición oral y la literatura universal. Les gusta ver cómo disfruta su público (niños o adultos), pero sienten un arañazo en el orgullo cuando ven que su nombre no parece en los carteles, cuando nadie les nombra por su nombre (solo son el/la cuentacuentos de turno). Son el relleno en la verbena del ayuntamiento, el canguro que se ocupa de entretener y hacer reír a los niños, el payaso contemporáneo, la abuela de alquiler.

Algunos se quejan. Con razón. Duele no ser nadie. Escuece no existir. Es una perplejidad incómoda, un vacío que se extiende desde el desfondamiento hasta la inexistencia. Un oficinista o un granjero lo tienen más fácil, porque no han escogido sus oficios para que le recompensen con aplausos. Son nadie en el trabajo a cambio de ser todo en casa. Está bien: no todos tienen alma exhibicionista. Los escritores sí, y los actores, los músicos, los políticos, los cuentacuentos también. No hay nada malo en ello. Es una aspiración personal neutra, ni buena ni mala. Está tan exenta de significado y valor en sí mismo como el cultivo de geranios o la degustación de champiñones. Eso es algo que no influye en el futuro de la literatura, ni de la profesión. Es un hecho, sin más.

María del Mar Ameijeiras Sánchez no ha muerto por ser cuentacuentos, pero ha muerto trabajando como cuentacuentos. Preparando una sesión. Decorando el escenario. Repasando el repertorio. Y de pronto la estructura se le cayó encima. Una estructura endeble, como el oficio, que hasta el soplo de un lobo gallego, un soplo de viento, la tumba. Caperucita esta vez fue derrotada por el lobo, pero todos los que escucharon sus cuentos la tienen en su memoria. Y también todos los que cuentan cuentos, sus compañeros y compañeras de oficio, que continuarán su trabajo a favor de un mundo mejor, como en los cuentos. Aunque sus nombres nunca lleguen a ser reconocidos, sin personalismos, porque su trabajo se extiende y se prolonga a lo largo de todos los siglos de la historia en el pasado, en el presente y en el futuro. María del Mar Ameijeiras Sánchez es la imagen de todos los cuentacuentos, y ahora está muerta. Nos quedan los cuentos.

Con permiso de su autor, Enrique Páez, de su blog "http://enriquepaez.blogspot.com/2010/11/la-muerte-de-una-cuentacuentos.html", para la Red Internacional de Cuentacuentos.

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